La sentencia de Atuncolla ha sido his­tórica. No todos los días se puede po­ner freno a un Ministerio tan podero­so. David le ganó a Goliat. 

Fueron 11 comunidades campesinas de Puno a las que nunca se les notificó que sus territorios estaban concesionados a una em­presa minera. Comunidades que, gracias al ri­guroso trabajo de gente valiosa que trabajó con ellas, descubrieron en la web del Minis­terio de Energía y Minas la situación de su te­rritorio. Recién allí se enteraron de que el Es­tado peruano, ese que supuestamente está para protegerlos, había concesionado todas sus comunidades a una empresa extranjera.

Y pese a que en el Perú la consulta previa es un derecho humano de los pueblos indí­genas, en el caso de los proyectos mineros el Estado peruano lo incumple. Las comuni­dades se dieron cuenta, una vez más, de que en la vida real, si eres parte de una comuni­dad campesina o nativa, es decir, si eres indí­gena, el Estado no respeta tus derechos hu­manos, al contrario, los cercena.

Las comunidades interpusieron una de­manda. Reclamaron al Estado por esta vio­lación de sus derechos perpetrada por el Mi­nisterio de Energía y Minas con el afán de favorecer a una empresa minera.

A finales del año pasado, el Poder Judi­cial confirmó que en el 100% del distrito de Puno existían concesiones mineras otorga­das sin el conocimiento de las comunidades y que nunca se realizaron las consultas pre­vias debidas. Confirmó que el Ministerio vio­ló el Convenio 169 de la OIT.

La semana pasada estuve en Puno. Visité, junto con el equipo de Derechos Humanos y Medio Ambiente (DHUMA) –organización que junto con el IDL litigó el caso–, el comple­jo arqueológico de Sillustani, que está en los territorios comunales de la sentencia. Sí, todo un complejo arqueológico concesionado. Fue como ver todo Machu Picchu concesionado, o las líneas de Nasca. Fue recordar que en Perú algunas personas pueden amanecer un día con toda su casa concesionada, su barrio, su distrito.

Mientras estaba en Sillustani, en Lima más de 50 personas habían sido detenidas por de­fender su derecho a la libertad de tránsito, o fueron detenidas por simplemente estar allí, vivir allí. Sin pruebas o con pruebas sembra­das. Varias heridas con perdigones en la cara, dos a punto de perder la vista, una de ellas con el cuerpo agujereado por casi 100 per­digones. Perdigones disparados por la Poli­cía Nacional del Perú. Porque en Atuncolla (Puno) o en Puente Piedra (Lima), y en cien­tos de lugares más en nuestro país, el Estado se comporta aún como un Goliat pérfido y abusivo, y porque los violentados, a los que se les quita sus derechos, siguen siendo los mis­mos. Porque en el Perú la historia se repite.